Jesus y la tormenta

Calla, enmudece.

Estaba cansado, pues había oído y visto al Maestro predicar todo el día, hablando de la semilla de mostaza, del Reino de Dios, del sembrador. Había visto predicar al Maestro muchas veces, pero hoy era diferente. Se le veía agotado. Miles de personas habían venido a buscarle para pedir sanidad. Madres y padres desesperados con niños pequeños, ciegos, cojos, mancos, sordos, mudos, endemoniados. Todos venían a ver y oír las maravillas del Reino de Dios.

Se hacía de noche, nuestro Maestro, cansado, decidió que era hora de partir. Nos pidió alistar la pequeña embarcación en la que nos transportábamos y nos dijo que nos dirigiríamos a la siguiente orilla. Un lugar tranquilo, aunque pagano, no conocían del Maestro pero podríamos descansar.

Tanta gente, tantas necesidades, un día agotador. Muchos otros salieron con nosotros en sus pequeñas barcas siguiendo al Maestro.

Habíamos hecho esto muchas veces. No había nada anormal hasta ahora. Nuestro Maestro había derrotado las fuerzas de las tinieblas y finalmente nos dirigíamos a descansar.

Una noche tranquila se veía a lo lejos, el sol cayendo en el horizonte, era reflejo de una noche de paz.

De pronto, sin previo aviso. Como por fuerzas desconocidas, nubes negras empezaron a bajar por las montañas, se hacía cada vez más obscuro. No era la primera vez que pasaba en una tormenta. Tengo que aceptar que nunca me han gustado las tormentas, pero allí estaba, confiando en que nuestro Maestro, aunque dormía, no permitiría que nada malo nos sucediera.

Había visto milagros, había visto el poder, sabía con quién estaba. No tenía temor. Pero en cuestión de segundos, todo cambió.

Todo se obscureció.

No había claridad alguna. Los vientos soplaban más de lo normal y la barca empezó a estremecerse. No era un ruido normal. Era un sonido ensordecedor. La barca empezó a tambalear y tanto la proa como la popa empezaron a hundirse en el las inmensas olas.

Mi corazón empezó a latir, ahora sí sentía temor mientras veía cómo el mástil de nuestra barca estaba a punto de romperse.

Las cosas que teníamos dentro de la barca empezaron a salir volando, hundiéndose en el lago. Ya no las volvería a ver.

Empezaron los relámpagos y luego los truenos. Veía las caras de temor de mis amigos. Muchos de ellos con más experiencia que yo en el lago, eran grandes pescadores y allí estaban, angustiados de temor, desesperados. Podía ver cómo sus bocas se abrían emitiendo gritos de terror, pero no escuchaba nada por el ruido de los truenos, la barca rompiéndose y el viento sonando.

La tormenta empeoraba, había oído historias sobre huracanes, pero nunca había visto uno y menos estado en medio de él.

Busqué a mi Maestro, no lo pude encontrar, volteé a ver dónde estaba, un relámpago surcó los cielos y allí, donde se había quedado dormido, estaba durmiendo plácidamente, como si u rostro reflejara el cielo mismo en la tierra.

En ese momento me angustié, sentí que mi cuerpo se despedazaba. ¡Mi Maestro estaba descansando! ¿Cómo era posible? Íbamos a morir y Él estaba como si nada estuviese pasando.

Mi corazón desesperado le llamaba, pero el ruido ensordecedor no permitía que mis palabras fueran oídas. Corrí hacia Él. Lo toque como pude mientras el movimiento del barco me empujaba hacia el otro lado. Hice otro intento y esta vez grité más fuerte: Maestro, Maestro, ¿no ves de aquí perecemos?

Pensaba en mi vida, ya no volvería a ver a mi familia, no vería más a nadie. Moriríamos todos en ese lugar.

Algo sucedió.

Hasta el sol de hoy, no lo puedo explicar. El Maestro, mi Maestro, abrió los ojos. Me miró fijamente. Su Mirada triste penetró en lo más íntimo de mí ser. No me pude contener. Las lágrimas empezaron a brotar.

Se puso de pie, levantó una mano, esa mano que había sanado y salvado a miles durante todo el día y con voz fuerte dijo: “Calla, enmudece”.

Mi corazón latía más y más. Los vientos dejaron de soplar. Las olas pararon. Las nubes se disiparon, pude ver el rostro de mis amigos, y el de mi Maestro.

Mirándome fijamente lanzó una pregunta que nunca voy a olvidar: ¿Por qué tenías miedo?

¿Por qué tenía miedo? No pude contestar esa pregunta. Agaché la cabeza mientras todos preguntaban: ¿Quién es este que aún los vientos y el mar le obedecen?..

Cuando los huracanes y tempestades de tu vida arrecien sin parar, nunca olvides que esa mano, al clamar, se levantará en tu favor.

Autor: Jeser Ordonez-Calderon